martes 21 de abril de 2009

Hotel Bolívar: El Rincón de los Muertos



En la Plaza San Martín, en el centro de la capital del Perú, Lima, se halla un emblemático edificio al que ya casi nadie se acerca. Es el Hotel Bolívar, un lugar que, aseguran empleados y clientes, está maldito a causa de los sucesos que ahí se produjeron…

Por Juan José Revenga


Corría el año 1535 cuando el conquistador Francisco Pizarro llegaba a las riveras del río Rimac, el “agua que habla” en idioma quechua y fundaba la “ciudad de los reyes”, la actual Lima. Los problemas y vicisitudes pasadas para llegar a esta zona eran patentes. No en vano, un puñado de soldados zarrapastrosos se disponían a conquistar el mayor imperio conocido hasta el momento en América: el incario, que ocupaba territorios desde Ecuador hasta Argentina.

Lima fue la capital del virreinato del Perú y la ciudad más importante creada por aquellos hombres, héroes o dioses que únicamente buscaban fortuna, dejando atrás aquella España que veía languidecer su inabarcable imperio.

Esta ciudad fue una de las más cuidadas de todas las que se construyeron durante la incursión americana. Lo primero que se erigió fue su fastuosa catedral, el monumento que se levantaba en todo municipio conquistado. Había que demostrar que el poder de la religión les acompañaba y perdonaba muchas de las barbaridades que se cometieron durante la conquista.

La Plaza de Armas en toda América es el centro neurálgico de cualquier pueblo o ciudad. En Lima, en esta glorieta se halla la catedral y el palacio de gobierno, amé de más de 1600 balcones que decoran con gusto, a veces recargado, toda la zona central de la villa. Balconadas que, por cierto, en 1988 fueron declaradas patrimonio de interés para la humanidad por la UNESCO.

Sus obras de arte dan un aire señorial a esta población, urbe que vivió el terror en los años ochenta y noventa del siglo pasado a causa del terrorismo que asolaba el campo en todo el país. La gente huía a la ciudad buscando seguridad. Esto creó un cinturón de miseria alrededor de la misma, cuyo centro neurálgico son estas calles que ahora transitábamos y a las que acudían todos a diario para buscar un sustento. El modo cómo se obtuviese era lo menos importante.

Los vendedores ambulantes poblaban el centro, viviendo en pequeñas casetas donde se podía vender o comprar cualquier miseria. En aquellos años, viajar a Lima era sinónimo de inseguridad toral, hasta que Andrade, alcalde de la metrópoli a finales de los noventa dio un cambio radical; limpió el centro y convirtió el distrito en una zona algo más decente. Pero solo algo…

Las cosas cambiaron en una ciudad, que si algo deja entrever al pisarla por primera vez es que está viva; cada calle, cada plaza, cada rincón bulle de vida. Y es que si existe la magia y el misterio cobra forma en algún lugar de esta maravillosa Sudamérica, es en éste, plagado de leyendas, cuentos e historias que abordan en cada esquina.

La catedral de Lima fue construida en 1535 en estilo barroco renacentista, un auténtico tesoro de arte, en cuyas entrañas se guarda un retablo que es una maravilla de la habilidad. Los suelos en mármol blanco y negro, símbolos de los viejos templarios y masones, eran la expresión de la fuerza en aquellos duros tiempos. Panes de oro adornan sus altares y tallas únicas nos sorprenden en su interior. Zurbarán y sus obras están presentes entre estas sagradas paredes, así como otras esculturas de madera de grandes maestros de la época. Pero la luz tenue que se cuela por las vidrieras nos habla de un mundo que pese al tiempo transcurrido sigue sumido entre las sombras…

Una de las salas más queridas –y odiadas a la vez- es esta en la que se halla la tumba de Francisco Pizarro, al que no dejaron descansar ni en el día de su final. Traicionado por sus hombres, fue asesinado en 1541 en venganza por la muerte de su socio y aliado en la conquista del Perú, Diego de Almagro.

Aquellos fueron tiempos difíciles. Eran consientes de que estaban invadiendo un imperio donde el oro se hallaba en abundancia, y eso dio lugar a guerras civiles entre los españoles, circunstancia que impresionó a los incas, que veían pelear con ferocidad a aquellos seres mitad caballo mitad hombre.

La oscuridad se ve reflejada en el arte que podemos contemplar en los monumentos religiosos. La pintura carece de la viveza del color. Todo es sufrimiento en época de conquista y sangre en la que se tomó una nación a base de engaños, guerras y alianzas soterradas.

Tras la muerte de Pizarro éste fue decapitado para poder enseñar a sus leales la prueba de que había fallecido. Su cabeza viajó en una especia de caja de plata y sus restos en un ataúd por todo el Perú. Durante mucho tiempo no se supo donde estaban sus cenizas; se hablaba de que se encontraban en los sótanos de la catedral de Cusco, pero finalmente desde hace poco tiempo descansan en una sala de la catedral limeña. Al menos la caja que contenía su cabeza se encuentra allí, junto a la última morada del conquistador, que se sitúa bajo un altar de mármol sobre el que reposa la escultura de un león dormido que vigila su descanso eterno. El descanso que mereció un hombre valiente, que enseñó a muchos que vinieron después que la única forma de alcanzar los sueños es perseguirlos con todas las consecuencias.

El Hotel de los Aparecidos

Pero si hay un lugar enigmático en esta Lima moderna, es el mítico Hotel Bolívar, en pleno centro de la ciudad, en la Plaza del General san Martín, que montado a caballo parece vigilar los desmanes de los misteriosos habitantes de este gran hotel, en el que por cierto situamos nuestro cuartel general en este apasionante periplo por el país de los Andes.

El Bolívar se construyó a principios del siglo XX. El imponente edificio se levantó con todos los lujos de la época, destinado a alojar a grandes mandatarios y opulentos viajeros que llegaban a la urbe en esa época.

El Hotel en sus inicios tenía otro nombre menos amable, y más sugerente: se llamaba Ayacucho, que traducido literalmente del quechua significa “el rincón de los muertos”.

El establecimiento –debido a los salvajes atentados de Sendero Luminoso en la década de los ochenta y noventa, y a los rateros que tomaron el centro- ha pasado momentos muy duros y el glamour de sus estancias ha iniciado una decadencia que nos habla de episodios trágicos, de grandes banquetes, de conspiraciones y tramas de final incierto…

La falta de clientela ha hecho que las dos últimas plantas del edificio estén cerradas. Los largos pasillos de la cuarta aún permanecen iluminados, pero en la quinta y la sexta es fácil notar un intenso escalofrío. Hasta aquí ya no llega la electricidad. La oscuridad lo envuelve todo, las habitaciones, con las puertas desvencijadas, abiertas de par en par, parecen albergar los espíritus de aquellos que no han querido abandonar su hospedaje. El cambio de temperatura al pasear por los rincones de esta planta es evidente, como si una energía distinta hubiese tomado este ala del hotel.

Y es que son muchas cosas que en este singular enclave han ocurrido. Aquí se habla de la historia de la famosa “gringa”, una cliente norteamericana que se suicidó arrojándose desde una ventana de esta planta, concretamente de la situada en la habitación 666. Son muchos los que piensan que su presencia sigue en la estancia. No en vano los viejos dependientes del hotel aseguran haberla visto caminando por estos pasillos cuando cae la madrugada. Incluso el ama de llaves, Gloria del Valle, la vio bailando en los grandes y caducos salones de la planta baja del inmueble. “Fue una madrugada, muy tarde. El hotel permanecía en silencio cuando se oyó un gran estrépito, primero en las plantas superiores y luego en los salones de la baja, me asusté porque pensé que, pese a la seguridad, hubiera entrado alguien a robar. Los clientes no podían ser porque apenas sí había una decena de habitaciones ocupadas, así que marche al gran salón presidencial, y fue entonces cuando vi, al fondo, una mujer vestida de blanco que parecía zarandearse al ritmo del viento, como si bailara una melodía que evidentemente a esas horas no estaba sonando. Me asusté porque, tras darle el aviso, no me miró y marchó por la puerta que más a mano tenía. Salí al pasillo pero ya no se encontraba allí. Al día siguiente lo comenté con varios compañeros de trabajo, y comprobé que no era la primera vez que sucedía…”.
Mario Sanz, mozo del hotel ya entrado en años, afirma que “en una ocasión el jefe de seguridad vio a un empleado caminando por esta planta. Al preguntarle su nombre e informarse posteriormente de quién era quedó aterrorizado: se trataba de un antiguo mozo que trabajó en el hotel en los años cuarenta del pasado siglo, muerto tiempo atrás pero aparecido recientemente”.

La reacción del testigo fue todo lógica: abandonó su empleo en el hotel. Y es que, ¿usted no lo hubiera hecho?

Un paseo por la planta abandonada

El hotel quedó en silencio. El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando iniciamos el ascenso a la planta prohibida, enfilando el largo pasillo que conducía a las escaleras de emergencia; escalones llenos de polvo que hacía décadas que nadie pisaba, por falta de uso; por miedo a lo desconocido. Las linternas forjaban siluetas en las paredes del viejo edificio, despertando las señales de alerta ante cualquier imprevisto que se pudiera producir. Y entonces notamos los bruscos cambios de temperatura. El cuerpo se resentía ante el evidente bajón de grados y al vaho salía de la boca anunciando, previniendo en suma que lo que estaba ocurriendo no era normal. La brújula comenzó literalmente a bailar; le costaba fijar la dirección, perdía el norte como si un extraño magnetismo se estuviera apoderando de su sencillo mecanismo. En ese instante hicimos una fotografía y obtuvimos lo que los expertos llaman “orbs”, supuestas bolas de energía que llenaban todo el fotograma, repartiéndose anárquicamente frente a nosotros; y sin embargo no fuimos consientes que estaban allí. Lo realmente extraño es que instantes después al realizar otra toma, no apareció nada. ¿De qué se trataba entonces?

Sea como fuere, renqueando ante el malestar que se empezaba a apoderar de nosotros, llegamos hasta la puerta de la habitación maldita, la que mostraba en la madera, como si de un altorrelieve se tratase, la cifra 666. Empujamos lentamente la hoja y esta se abrió emitiendo un “quejido” que recorrió toda la planta. En esta misma estancia, recordaba Alfredo Fridman, uno de los jefes de seguridad, “se ha visto a la suicida que se arrojó al vacío desde las ventanas, haciendo lo mismo que hubo de hacer el último día de su vida recreando esa terrible escena que fue arrojarse desde tantos metros de altura para estrellarse contra el suelo de la calle.. los que la han visto prefieren callar, porque tienen miedo a la extraña dama, la que antes de repetir el suicidio los mira con una mezcla de odio y dolor. Pocos son los que se atreven a subir hasta aquí…”.

Sí, pocos…y ello es perfectamente explicable por la mescolanza subjetiva de sensaciones que se puede llegar a percibir. La atmósfera se carga hasta el punto de provocar jaquecas, la respiración se corta y el frío, repentino y fugaz, se acaba haciendo insoportable. Los detectores de movimiento saltan una y otra vez emitiendo su estridente pitido, revelando que algo o alguien los ha despertado de su silencio, pero allí, en apariencia, no hay nadie.

Es entonces cuando decidimos regresara la habitación, mirando atrás una y otra vez observando que a nuestro paso los carteles de “no molesten” que aún cuelgan de los pomos se balancean a causa de una corriente de aire que no existe, percibiendo que al girar el rostro lentamente hacia atrás por última vez, alguien nos observa desde la profundidad de un pasillo que hace décadas permanece en penumbra…

Dormir en este hotel es toda una experiencia. Sus tiempos de gloria pasaron. Hoy son solo el recuerdo de una época de despilfarro que saboreamos no sin cierto resquemor, ya que somos los únicos clientes del majestuoso hotel. Son momentos tensos que nos hacen intuir que hay otro mundo paralelo a este y que si existen puertas terrenales para llegar a él, una de las entradas está en este mítico edificio, el antiguo hotel Ayacucho, actual hotel Bolívar; siempre, la morada de los muertos.

Muertos en el pasado







Reponiéndonos de la visita al histórico edificio nos dirigimos a otro lugar, por qué no decirlo, sembrado de cadáveres. Es el monasterio de San Francisco. El complejo religioso se construyó a finales del siglo XVll en tres sectores bien diferenciados: el convento, el claustro y las siniestras catacumbas.

Regentado por monjes franciscanos, el enclave es de una magnificencia única. Sus enormes pasillos nos conducen a patios construidos con azulejos que provenían de Sevilla, obras de arte por doquier, una biblioteca repleta de incunables y manuscritos que harían la delicia de cualquier investigador. Es como si los viejos legajos contuviesen como el mayor de los secretos, que por su puesto hay que callar, la verdad de los hechos ocurridos en la conquista.

Todo lo que nos rodea evoca misterio, miedo, conceptos que sirvieron de basamento para crear un imperio de terror y sangre, levantado por el poder de la cruz. Pero lo mejor aún nos aguarda: el impresionante entramado de pasadizos que conforman las catacumbas en los sótanos de la iglesia, laberintos de ladrillo que discurren partiendo del altar mayor. Aquí huele distinto; la humedad se mezcla con otro hedor más desagradable: el olor inconfundible de la muerte.

Seguimos recorriendo estos estrechos pasadizos iluminados tenuemente, y pronto comenzamos a ver huesos almacenados en cajones; calaveras y tibias abarrotando este impresionante hueco bajo la tierra. Aseguran por estos lares que el convento era un cementerio, camposanto sin ataúdes más cercanos a los calores del infierno que a las bienaventuranzas del cielo. Nadie nos da una respuesta lógica para explicar que más de setenta mil cadáveres reposen en este subsuelo sagrado. Demasiada gente para un cementerio consagrado. A estas alturas nunca sabremos la verdad. Las almas de los condenados a vivir aquí eternamente callan para siempre, bajo un suelo sacro del que nunca podrán escapar.